161024_gc36_pope_francis_visit_ie_1-750x420-1HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA

Iglesia del Santísimo Nombre de Jesús, Roma
Miércoles 31 de julio de 2013

En esta Eucaristía en la que celebramos a nuestro padre Ignacio de Loyola, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, desearía proponer tres sencillos pensamientos guiados por tres expresiones: poner en el centro a Cristo y a la Iglesia; dejarse conquistar por Él para servir; sentir la vergüenza de nuestras limitaciones y pecados para ser humildes ante Él y ante nuestros hermanos.

1. El escudo de nosotros, jesuitas, es un monograma, el acrónimo de «Iesus Hominum Salvator» (IHS). Cada uno de vosotros podrá decirme: ¡lo sabemos muy bien! Pero este escudo nos recuerda continuamente una realidad que jamás debemos olvidar: la centralidad de Cristo para cada uno de nosotros y para toda la Compañía, a la que san Ignacio quiso precisamente llamar «de Jesús» para indicar el punto de referencia. Por lo demás, también al comienzo de los Ejercicios Espirituales nos sitúa ante nuestro Señor Jesucristo, nuestro Creador y Salvador (cf. EE, 5). Y esto nos lleva a nosotros, jesuitas, y a toda la Compañía a estar «descentrados», a tener delante al «Cristo siempre mayor», el «Deus semper maior», el «intimior intimo meo», que nos lleva continuamente fuera de nosotros mismos, nos lleva a una cierta kenosis, a salir del «propio amor, querer e interés» (ee, 189). No está descontada la pregunta para nosotros, para todos nosotros: ¿es Cristo el centro de mi vida? ¿Pongo verdaderamente a Cristo en el centro de mi vida? Porque existe siempre la tentación de pensar que estamos nosotros en el centro. Y cuando un jesuita se pone él mismo en el centro, y no a Cristo, se equivoca. En la primera lectura Moisés repite con insistencia al pueblo que ame al Señor, que camine por sus sendas, «pues Él es tu vida» (cf. Dt 30, 16.20). ¡Cristo es nuestra vida! A la centralidad de Cristo le corresponde también la centralidad de la Iglesia: son dos fuegos que no se pueden separar: yo no puedo seguir a Cristo más que en la Iglesia y con la Iglesia. Y también en este caso nosotros, jesuitas, y toda la Compañía no estamos en el centro; estamos, por así decirlo, «desplazados», estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia, la Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica (cf. EE, 353). Ser hombres enraizados y fundados en la Iglesia: así nos quiere Jesús. No puede haber caminos paralelos o aislados. Sí, caminos de investigación, caminos creativos, sí; esto es importante: ir hacia las periferias, las muchas periferias. Para esto se requiere creatividad, pero siempre en comunidad, en la Iglesia, con esta pertenencia que nos da el valor para ir adelante. Servir a Cristo es amar a esta Iglesia concreta, y servirla con generosidad y espíritu de obediencia.

2. ¿Cuál es el camino para vivir esta doble centralidad? Contemplemos la experiencia de san Pablo, que es también la experiencia de san Ignacio. El Apóstol, en la segunda lectura que hemos escuchado, escribe: me esfuerzo por correr hacia la perfección de Cristo porque también «yo he sido alcanzado por Cristo» (Flp 3, 12). Para Pablo sucedió en el camino de Damasco; para Ignacio en su casa de Loyola; pero el punto fundamental es común: dejarse conquistar por Cristo. Yo busco a Jesús, yo sirvo a Jesús porque Él me ha buscado antes, porque he sido conquistado por Él: y éste es el núcleo de nuestra experiencia. Pero Él es el primero, siempre. En español existe una palabra que es muy gráfica, que lo explica bien: Él nos «primerea». Es el primero siempre. Cuando nosotros llegamos, Él ha llegado y nos espera. Y aquí querría recordar la meditación sobre el Reino, en la segunda semana. Cristo nuestro Señor, Rey eterno, llama a cada uno de nosotros diciéndonos: «quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (EE, 95): ser conquistado por Cristo para ofrecer a este Rey toda nuestra persona y toda nuestra fatiga (cf. EE, 96); decir al Señor querer hacer todo para su mayor servicio y alabanza, imitarle en soportar también injurias, desprecio, pobreza (cf. EE, 98). Pero pienso en nuestro hermano en Siria en este momento. Dejarse conquistar por Cristo significa tender siempre hacia aquello que tenemos de frente, hacia la meta de Cristo (cf. Flp 3, 14) y preguntarse con verdad y sinceridad: ¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo? (cf. EE, 53).

3. Y llego al último punto. En el Evangelio Jesús nos dice: «Quien quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará… Si uno se avergüenza de mí…» (Lc 9, 23-26). Y así sucesivamente. La vergüenza del jesuita. La invitación que hace Jesús es la de no avergonzarse nunca de Él, sino seguirle siempre con entrega total, fiándose y confiándose a Él. Pero contemplando a Jesús, como nos enseña san Ignacio en la Primera Semana, sobre todo contemplando al Cristo crucificado, sentimos ese sentimiento tan humano y tan noble que es la vergüenza de no estar a la altura; contemplamos la sabiduría de Cristo y nuestra ignorancia, su omnipotencia y nuestra debilidad, su justicia y nuestra iniquidad, su bondad y nuestra maldad (cf. EE, 59). Pedir la gracia de la vergüenza; vergüenza que me llega del continuo coloquio de misericordia con Él; vergüenza que nos hace sonrojar ante Jesucristo; vergüenza que nos pone en sintonía con el corazón de Cristo que se hizo pecado por mí; vergüenza que pone en armonía nuestro corazón en las lágrimas y nos acompaña en el seguimiento cotidiano de «mi Señor». Y esto nos lleva siempre, individualmente y como Compañía, a la humildad, a vivir esta gran virtud. Humildad que nos hace conscientes cada día de que no somos nosotros quienes construimos el Reino de Dios, sino que es siempre la gracia del Señor que actúa en nosotros; humildad que nos impulsa a ponernos por entero no a nuestro servicio o al de nuestras ideas, sino al servicio de Cristo y de la Iglesia, como vasijas de barro, frágiles, inadecuados, insuficientes, pero en los cuales hay un tesoro inmenso que llevamos y comunicamos (2 Co 4, 7). Siempre me ha gustado pensar en el ocaso del jesuita, cuando un jesuita acaba su vida, cuando declina. Y recuerdo siempre dos imágenes de este ocaso del jesuita: una clásica, la de san Francisco Javier, mirando China. El arte ha pintado muchas veces este ocaso, este final de Javier. También la literatura, en ese bello fragmento de Pemán. Al final, sin nada, pero ante el Señor; esto me hace bien: pensar en esto. El otro ocaso, la otra imagen que me viene como ejemplo, es la del padre Arrupe en el último coloquio en el campo de refugiados, cuando nos había dicho —lo que él mismo decía— «esto lo digo como si fuera mi canto del cisne: orad». La oración, la unión con Jesús. Y, después de haber dicho esto, tomó el avión, llegó a Roma con el ictus, que dio inicio a aquel ocaso tan largo y tan ejemplar. Dos ocasos, dos imágenes que a todos nosotros hará bien contemplar, y volver a estas dos. Y pedir la gracia de que nuestro ocaso sea como el de ellos.

Queridos hermanos, dirijámonos a Nuestra Señora; que Ella, que llevó a Cristo en su vientre y acompañó los primeros pasos de la Iglesia, nos ayude a poner siempre en el centro de nuestra vida y de nuestro ministerio a Cristo y a su Iglesia; que Ella, que fue la primera y más perfecta discípula de su Hijo, nos ayude a dejarnos conquistar por Cristo para seguirle y servirle en cada situación; que Ella, que respondió con la humildad más profunda al anuncio del Ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), nos haga experimentar la vergüenza por nuestra indigencia frente al tesoro que nos ha sido confiado, para vivir la humildad ante Dios. Que acompañe nuestro camino la paterna intercesión de san Ignacio y de todos los santos jesuitas, que continúan enseñándonos a hacer todo, con humildad, ad maiorem Dei gloriam.

jesuitssymbolSANTA MISA EN EL DÍA DEL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Iglesia del Gesù, Roma
Viernes 3 de enero de 2014

San Pablo nos dice, lo hemos escuchado: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 5-7). Nosotros, jesuitas, queremos ser galardonados en el nombre de Jesús, militar bajo el estandarte de su Cruz, y esto significa: tener los mismos sentimientos de Cristo. Significa pensar como Él, querer como Él, mirar como Él, caminar como Él. Significa hacer lo que hizo Él y con sus mismos sentimientos, con los sentimientos de su Corazón.

El corazón de Cristo es el corazón de un Dios que, por amor, se «vació». Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús debería estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este abajamiento: ser de los «despojados». Ser hombres que no deben vivir centrados en sí mismos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Por ello, ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando al horizonte que es la gloria de Dios siempre mayor, que nos sorprende sin pausa. Y ésta es la inquietud de nuestro abismo. ¡Esta santa y bella inquietud!

Pero, porque somos pecadores, podemos preguntarnos si nuestro corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o si, en cambio, se ha atrofiado; si nuestro corazón está siempre en tensión: un corazón que no se acomoda, no se cierra en sí mismo, sino que late al ritmo de un camino que se realiza junto a todo el pueblo fiel de Dios. Es necesario buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo aún y siempre. Sólo esta inquietud da paz al corazón de un jesuita, una inquietud también apostólica, no nos debe provocar cansancio de anunciar el kerygma, de evangelizar con valentía. Es la inquietud que nos prepara para recibir el don de la fecundidad apostólica. Sin inquietud somos estériles.

Ésta es la inquietud que tenía Pedro Fabro, hombre de grandes deseos, otro Daniel. Fabro era un «hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo» (Benedicto XVI, Discurso a los jesuitas, 22 de abril de 2006). Pero era también un espíritu inquieto, indeciso, jamás satisfecho. Bajo la guía de san Ignacio aprendió a unir su sensibilidad inquieta pero también dulce, diría exquisita, con la capacidad de tomar decisiones. Era un hombre de grandes aspiraciones; se hizo cargo de sus deseos, los reconoció. Es más, para Fabro es precisamente cuando se proponen cosas difíciles cuando se manifiesta el auténtico espíritu que mueve a la acción (cf. Memorial, 301). Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. He aquí la pregunta que debemos plantearnos: ¿también nosotros tenemos grandes visiones e impulsos? ¿También nosotros somos audaces? ¿Vuela alto nuestro sueño? ¿Nos devora el celo? (cf. Sal 69, 10) ¿O, en cambio, somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en ella misma y en su capacidad de organización, sino que se oculta en la aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos ensanchan el corazón. Es lo que dice san Agustín: orar para desear y desear para ensanchar el corazón. Precisamente en los deseos Fabro podía discernir la voz de Dios. Sin deseos no se va a ninguna parte y es por ello que es necesario ofrecer los propios deseos al Señor. En las Constituciones dice que «se ayuda al prójimo con los deseos presentados a Dios, nuestro Señor» (Constituciones, 638).

Fabro tenía el auténtico y profundo deseo de «estar dilatado en Dios»: estaba completamente centrado en Dios, y por ello podía ir, en espíritu de obediencia, a menudo también a pie, por todos los lugares de Europa, a dialogar con todos con dulzura, y a anunciar el Evangelio. Me surge pensar en la tentación, que tal vez podemos tener nosotros y que muchos tienen, de relacionar el anuncio del Evangelio con bastonazos inquisidores, de condena. No, el Evangelio se anuncia con dulzura, con fraternidad, con amor. Su familiaridad con Dios le llevaba a comprender que la experiencia interior y la vida apostólica van siempre juntas. Escribe en su Memorial que el primer movimiento del corazón debe ser el de «desear lo que es esencial y originario, es decir, que el primer lugar se deje a la solicitud perfecta de encontrar a Dios nuestro Señor» (Memorial, 63). Fabro experimenta el deseo de «dejar que Cristo ocupe el centro del corazón» (Memorial, 68). Sólo si se está centrado en Dios es posible ir hacia las periferias del mundo. Y Fabro viajó sin descanso incluso a las fronteras geográficas, que se decía de él: «Parece que nació para no estar quieto en ninguna parte» (mi, Epistolae i, 362). A Fabro le devoraba el intenso deseo de comunicar al Señor. Si nosotros no tenemos su mismo deseo entonces necesitamos detenernos en oración y, con fervor silencioso, pedir al Señor, por intercesión de nuestro hermano Pedro, que vuelva a fascinarnos: esa fascinación por el Señor que llevaba a Pedro a todas estas «locuras» apostólicas.

Nosotros somos hombres en tensión, somos también hombres contradictorios e incoherentes, pecadores, todos. Pero hombres que quieren caminar bajo la mirada de Jesús. Somos pequeños, somos pecadores, pero queremos militar bajo el estandarte de la Cruz en la Compañía galardonada con el nombre de Jesús. Nosotros, que somos egoístas, queremos también vivir una vida agitada por grandes deseos. Renovemos así nuestra oblación al Eterno Señor del universo para que con la ayuda de su Madre gloriosa podamos querer, desear y vivir los sentimientos de Cristo que se despojó de sí mismo. Como escribía Pedro Fabro, «no busquemos nunca en esta vida un nombre que no se relacione con el de Jesús» (Memorial, 205). Y pidamos a la Virgen ser puestos con su Hijo.
 

Pope Francis visits delegates of General Congregation 36.

Pope Francis visits delegates of General Congregation 36.

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS Y TE DEUM
EN EL BICENTENARIO DE LA
RESTAURACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Iglesia del “Gesù”, Roma
Sábado 27 de septiembre de 2014

Queridos hermanos y amigos en el Señor:

La Compañía distinguida con el nombre de Jesús vivió tiempos difíciles, de persecución. Durante el generalato del padre Lorenzo Ricci «los enemigos de la Iglesia lograron obtener la supresión de la Compañía» (Juan Pablo II, Mensaje al padre Kolvenbach, 31 de julio de 1990) por parte de mi predecesor Clemente XIV. Hoy, recordando su reconstitución, estamos llamados a recuperar nuestra memoria, a hacer memoria, teniendo presentes los beneficios recibidos y los dones particulares (cf. Ejercicios Espirituales, 234). Y hoy quiero hacerlo con vosotros aquí.

En tiempos de tribulación y desconcierto se levanta siempre una polvareda de dudas y sufrimientos, y no es fácil ir adelante, proseguir el camino. Sobre todo en los tiempos difíciles y de crisis se dan tantas tentaciones: detenerse para discutir sobre ideas, dejarse llevar por la desolación, concentrarse en el hecho de ser perseguidos, y no ver otra cosa. Leyendo las cartas del padre Ricci, me ha impresionado mucho un aspecto: su capacidad de no caer en la trampa de estas tentaciones y proponer a los jesuitas, en tiempo de tribulación, una visión de las cosas que los arraigaba aún más en la espiritualidad de la Compañía.

El padre general Ricci, que escribía a los jesuitas de entonces viendo las nubes que ensombrecían el horizonte, fortalecía su pertenecía al cuerpo de la Compañía y su misión. Por tanto, hizo discernimiento en un tiempo de confusión y desconcierto. No perdió tiempo en discutir sobre ideas y en quejarse, sino que se hizo cargo de la vocación de la Compañía. Debía protegerla, y se hizo cargo de ella.

Y esta actitud llevó a los jesuitas a experimentar la muerte y la resurrección del Señor. Ante la pérdida de todo, incluso de su identidad pública, no se resistieron a la voluntad de Dios, no se resistieron al conflicto, tratando de salvarse a sí mismos. La Compañía —y esto es hermoso— vivió el conflicto hasta sus últimas consecuencias, sin reducirlo: vivió la humillación con Cristo humillado, obedeció. Jamás uno se salva del conflicto con la astucia y las estratagemas para resistir. En la confusión y ante la humillación, la Compañía prefirió vivir el discernimiento de la voluntad de Dios, sin buscar un modo de salir del conflicto en una condición aparentemente tranquila. O, al menos, elegante: no lo hizo.

Jamás la aparente tranquilidad colma nuestro corazón, sino la verdadera paz que es don de Dios. No se debe buscar nunca la «componenda» fácil ni poner en práctica fáciles «irenismos». Solo el discernimiento nos salva del verdadero desarraigo, de la verdadera «supresión» del corazón, que es el egoísmo, la mundanidad, la pérdida de nuestro horizonte, de nuestra esperanza, que es Jesús, que es solo Jesús. Y así el padre Ricci y la Compañía, en fase de supresión, prefirieron la historia a una posible «historieta» gris, sabiendo que el amor juzga a la historia, y que la esperanza —incluso en la oscuridad— es más grande que nuestras expectativas.

El discernimiento debe hacerse con recta intención, con mirada sencilla. Por eso el padre Ricci, precisamente en aquella ocasión de confusión y extravío, habla de los pecados de los jesuitas. Parece hacer publicidad en contra. No se defiende sintiéndose víctima de la historia, sino que se reconoce pecador. Mirarse a sí mismo, reconociéndose pecador, evita la actitud de considerarse víctima ante un verdugo. Reconocerse pecador, reconocerse verdaderamente pecador, significa asumir la actitud justa para recibir el consuelo.

Podemos repasar brevemente este camino de discernimiento y de servicio que el padre general indicó a la Compañía. Cuando en 1759 los decretos de Pombal destruyeron las provincias portuguesas de la Compañía, el padre Ricci vivió el conflicto sin quejarse y sin abandonarse a la desolación; al contrario, invitó a rezar para pedir el espíritu bueno, el verdadero espíritu sobrenatural de la vocación, la docilidad perfecta a la gracia de Dios. Cuando en 1761 la tormenta avanzaba en Francia, el padre general pidió poner toda la confianza en Dios. Quería que se aprovecharan las pruebas soportadas para una mayor purificación interior: ellas nos conducen a Dios y pueden servir para su mayor gloria; además, recomienda la oración, la santidad de la vida, la humildad y el espíritu de obediencia. En 1767, después de la expulsión de los jesuitas españoles, sigue invitando a rezar. Y en fin, el 21 de febrero de 1773, apenas seis meses antes de la firma del Breve Dominus ac Redemptor, ante la falta total de ayuda humana, ve la mano de la misericordia de Dios que, a quienes pone a prueba, invita a no confiar en otros sino sólo en Él. La confianza debe aumentar precisamente cuando las circunstancias nos tiran por el suelo. Lo importante para el padre Ricci es que la Compañía sea fiel hasta las últimas consecuencias al espíritu de su vocación, que es la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.

La Compañía, incluso ante su mismo fin, permaneció fiel al fin por el cual había sido fundada. Por eso Ricci concluye con una exhortación a mantener vivo el espíritu de caridad, de unión, de obediencia, de paciencia, de sencillez evangélica, de verdadera amistad con Dios. Todo lo demás es mundanidad. Que el fuego de la mayor gloria de Dios nos atraviese también hoy, quemando toda complacencia y envolviéndonos en una llama que tenemos dentro, que nos concentra y nos expande, nos engrandece y nos empequeñece.

Así, la Compañía vivió la prueba suprema del sacrificio que injustamente se le pedía haciendo suya la oración de Tobit, quien abatido por el dolor suspira, llora e implora: «Eres justo, Señor, y justas son tus obras; siempre actúas con misericordia y fidelidad, tú eres juez del universo. Acuérdate, Señor, de mí y mírame; no me castigues por los pecados y errores que yo y mis padres hemos cometido. Hemos pecado en tu presencia, hemos transgredido tus mandatos y tú nos has entregado al saqueo, al cautiverio y a la muerte, hasta convertirnos en burla y chismorreo, en irrisión para todas las naciones entre las que nos has dispersado». Y concluye con la petición más importante: «Señor, no me retires tu rostro» (Tb 3, 1-4.6d).

Y el Señor respondió mandando a Rafael a quitar las manchas blancas de los ojos de Tobit, para que volviera a ver la luz de Dios. Dios es misericordioso, Dios corona de misericordia. Dios nos quiere y nos salva. A veces el camino que conduce a la vida es estrecho, pero la tribulación, si la vivimos a la luz de la misericordia, nos purifica como el fuego, nos da tanto consuelo e inflama nuestro corazón, aficionándolo a la oración. Durante la supresión, nuestros hermanos jesuitas fueron fervorosos en el espíritu y en el servicio al Señor, gozosos en la esperanza, constantes en la tribulación, perseverantes en la oración (cf. Rm 12, 12). Y esto honró a la Compañía, no ciertamente el encomio de sus méritos. Así será siempre.

Recordemos nuestra historia: a la Compañía se le ha concedido, «gracias a Cristo, no sólo el don de creer en Él, sino también el de sufrir por Él» (Flp 1, 29). Nos hace bien recordar esto.

La nave de la Compañía fue sacudida por las olas, y esto no debe maravillarnos. También la barca de Pedro puede ser sacudida hoy. La noche y el poder de las tinieblas están siempre cerca. Es fatigoso remar. Los jesuitas deben ser «remeros expertos y valerosos» (Pío VII, Sollicitudo omnium ecclesiarum): ¡remad, pues! Remad, sed fuertes, incluso con el viento en contra. Rememos al servicio de la Iglesia. Rememos juntos. Pero, mientras remamos —todos remamos, también el Papa rema en la barca de Pedro—, debemos rezar mucho: «Señor, ¡sálvanos!», «Señor, ¡salva a tu pueblo!». El Señor, aunque somos hombres de poca fe y pecadores, nos salvará. Esperemos en el Señor. Esperemos siempre en el Señor.

La Compañía reconstituida por mi predecesor Pío VII estaba formada por hombres valientes y humildes en su testimonio de esperanza, de amor y de creatividad apostólica, la del Espíritu. Pío VII escribió que quería reconstituir la Compañía para «proveer de manera adecuada a las necesidades espirituales del mundo cristiano sin diferencia de pueblos ni de naciones» (ibid.). Por eso dio la autorización a los jesuitas que aun existían, acá y allá, gracias a un soberano luterano y a una soberana ortodoxa, «para que permanecieran unidos en un solo cuerpo». Que la Compañía permanezca unida en un solo cuerpo.

Y la Compañía fue inmediatamente misionera y se puso a disposición de la Sede apostólica, comprometiéndose generosamente «bajo el estandarte de la cruz por el Señor y su Vicario en la tierra» (Formula Instituti, 1). La Compañía retomó su actividad apostólica con la predicación y la enseñanza, los ministerios espirituales, la investigación científica y la acción social, las misiones y el cuidado de los pobres, de los que sufren y de los marginados.

Hoy la Compañía afronta con inteligencia y laboriosidad también el trágico problema de los refugiados y los prófugos; y se esfuerza con discernimiento por integrar el servicio de la fe y la promoción de la justicia, en conformidad con el Evangelio. Confirmo hoy lo que nos dijo Pablo VI en nuestra trigésima segunda congregación general y que yo mismo escuché con mis oídos: «Dondequiera en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y en vanguardia, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, donde ha habido y hay enfrentamiento entre las exigencias estimulantes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, allí han estado y están los jesuitas» (Enseñanzas al Pueblo de Dios XII [1974], 1881). Son palabras proféticas del futuro beato Pablo VI.

En 1814, en el momento de la reconstitución, los jesuitas eran una pequeña grey, una «Compañía mínima» que, sin embargo, después de la prueba de la cruz, sabía que tenía la gran misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines de la tierra. Por tanto, hoy debemos sentirnos así: en salida, en misión. La identidad del jesuita es la de un hombre que adora a Dios sólo y ama y sirve a sus hermanos, mostrando con el ejemplo no sólo en qué cree, sino también en qué espera y quién es Aquel en el que ha puesto su confianza (cf. 2 Tm 1, 12). El jesuita quiere ser un compañero de Jesús, uno que tiene los mismos sentimientos de Jesús.

La bula de Pío VII que reconstituía la Compañía fue firmada el 7 de agosto de 1814 en la basílica de Santa María la Mayor, donde nuestro santo padre Ignacio celebró su primera Eucaristía la noche de Navidad de 1538. María, nuestra Señora, Madre de la Compañía, se sentirá conmovida por nuestros esfuerzos por estar al servicio de su Hijo. Que ella nos guarde y nos proteja siempre.

Selección de la entrevista con el Papa Francisco realizada por Antonio Spadaro para las revistas culturales de la Compañía de Jesús en agosto de 2013

El discernimiento es, por tanto, un pilar de la espiritualidad del Papa. Esto es algo que expresa de forma especial su identidad de jesuita. En consecuencia, le pregunto cómo puede la Compañía de Jesús servir a la Iglesia de hoy, con qué rasgos peculiares, y también cuáles son los riesgos que le pueden amenazar.

«La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión. El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien “armada” estructura, corre peligro de sentirse segura y suficiente. La Compañía tiene que tener siempre delante el Deus Semper maior, la búsqueda de la Gloria de Dios cada vez mayor, la Iglesia Verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor, Cristo Rey que nos conquista y al que ofrecemos nuestra persona y todos nuestros esfuerzos, aunque seamos poco adecuados vasos de arcilla. Esta tensión nos sitúa continuamente fuera de nosotros mismos. El instrumento que hace verdaderamente fuerte a una Compañía descentrada es la realidad, a la vez paterna y materna, de la “cuenta de conciencia”, y precisamente porque le ayuda a emprender mejor la misión».

Aquí el Papa hace referencia a un punto específico de las Constituciones de la Compañía de Jesús, que dice que el jesuita debe «manifestar su conciencia», es decir, la situación interior que vive, de modo que el superior pueda obrar con conocimiento más exacto al enviar una persona a su misión.

«Pero es difícil hablar de la Compañía —prosigue el Papa Francisco—. Si somos demasiado explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De la Compañía se puede hablar solamente en forma narrativa. Sólo en la narración se puede hacer discernimiento, no en las explicaciones filosóficas o teológicas, en las que es posible la discusión. El estilo de la Compañía no es la discusión, sino el discernimiento, cuyo proceso supone obviamente discusión. El aura mística jamás define sus bordes, no completa el pensamiento. El jesuita debe ser persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas en la vida de la Compañía en las que se ha vivido un pensamiento cerrado, rígido, más instructivo-ascético que místico: esta deformación generó el Epítome del Instituto».

Con esto el Papa alude a una especie de resumen práctico, en uso en la Compañía y formulado en el siglo XX, que llegó a ser considerado como sustituto de las Constituciones. La formación que los jesuitas recibían sobre la Compañía, durante un tiempo, venía marcada por este texto, hasta el punto que alguno podía no haber leído nunca las Constituciones, que constituyen el texto fundacional. Según el Papa, durante este período en la Compañía las reglas han corrido el peligro de ahogar el espíritu, saliendo vencedora la tentación de explicitar y hacer demasiado claro el carisma.

Prosigue: «No. El jesuita piensa, siempre y continuamente, con los ojos puestos en el horizonte hacia el que debe caminar, teniendo a Cristo en el centro. Esta es su verdadera fuerza. Y esto es lo que empuja a la Compañía a estar en búsqueda, a ser creativa, generosa. Por eso hoy más que nunca ha de ser contemplativa en la acción; tiene que vivir una cercanía profunda a toda la Iglesia, entendida como “pueblo de Dios” y “santa madre Iglesia jerárquica”. Esto requiere mucha humildad, sacrificio y valentía, especialmente cuando se viven incomprensiones o cuando se es objeto de equívocos y calumnias; pero es la actitud más fecunda. Pensemos en las tensiones del pasado con ocasión de los ritos chinos o los ritos malabares, o lo ocurrido en las reducciones del Paraguay».

«Yo mismo soy testigo de incomprensiones y problemas que la Compañía ha vivido aun en tiempo reciente. Entre estas estuvieron los tiempos difíciles en que surgió la cuestión de extender el “cuarto voto” de obediencia al Papa a todos los jesuitas. Lo que a mí me daba seguridad en tiempos del padre Arrupe era que se trataba de un hombre de oración, un hombre que pasaba mucho tiempo en oración. Lo recuerdo cuando oraba sentado en el suelo, como hacen los japoneses. Eso creó en él las actitudes convenientes e hizo que tomara las decisiones correctas».

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